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9 de diciembre de 2008

Ausente en la Asamblea

Por Rogelio M. Díaz Moreno

Ya es oficial: Alarcón de Quesada convocó a convocó a la Asamblea Nacional, para su período ordinario de sesiones de fin del año 2008, a comenzar el próximo 27 de diciembre.


En general, las sesiones tradicionales del Parlamento cubano –dos al año, de menos de una semana de duración– no despiertan demasiado interés. Compárese, por ejemplo, con una reñida final del campeonato beisbolero: ¿cuál de los dos eventos levanta más comentarios y polémicas en el público?

La poca popularidad del primero puede deberse al papel secundario de los diputados en la administración de los asuntos públicos, y su carácter más bien formal, de aprobación de decisiones previamente tomadas a otros niveles –o, por lo menos, así es percibido de manera generalizada. Sin embargo, para esta particular ocasión, entre muchos existe una cierta expectativa, debido a las especiales circunstancias en que se celebraría.

En este caso, se cumplen diez meses desde que la presidencia de Raúl Castro torna su carácter de interino –en sustitución de su hermano Fidel– en oficial, al ser proclamado por el Parlamento el 24 de febrero pasado como máximo líder del Estado cubano. Apuntemos, entre paréntesis, que esto ocurrió luego de la carta de Fidel anunciando su propósito de renunciar a la posibilidad de regresar a este cargo en el caso de superar sus problemas de salud. Al asumir oficial y definitivamente esta responsabilidad, el compañero Raúl hizo algunos anuncios, coherentes con su política de modestas y lentas reformas que no modificaban sustancialmente el curso de los asuntos nacionales, pero que seguían aportando algunas novedades al escenario local.

Parte importante de estos anuncios estaba relacionada con la estructura del gobierno, necesitada de reestructuraciones, movimiento de cuadros, funciones y ministerios. No se excluía la posibilidad de seguir eliminando aquellas prohibiciones “necesarias en cierto momento histórico” pero desactualizadas y contraproducentes. Recuérdese la autorización del uso de celulares, la compra de computadoras y el fin de la prohibición –anticonstitucional, nunca formalizada legalmente, pero no por ello menos drástica– del acceso de cubanos a los hoteles del país. El grueso de las medidas requería, explicó Raúl, un largo proceso de estudio y análisis que no estaría listo sino hasta la ahora inminente sesión del Parlamento en diciembre de 2008.

Así que aquí lo tenemos. Justo en pocos días. Casi sería como para aguantar la respiración. Sin embargo…

Hace meses que parece adormecido el tema del rumbo del país. Las medidas de flexibilización y levantamiento de prohibiciones, hasta donde se puede apreciar, terminaron, sin haber entrado en los espinosos campos de los automóviles particulares, la vivienda y los viajes. El proceso de renovación, aparentemente abierto a raíz del discurso de Raúl el 26 de julio, ¿se agotó? Los ciudadanos comunes no sabemos algo que indique otra cosa. Si los dirigentes van a hacer algo revolucionador, como parecía casi anunciado, se lo tienen muy reservado.

De acuerdo con el programa expuesto en la sesión parlamentaria de febrero pasado, ahora vendría una reestructuración del aparato administrativo del Estado, que habría estado estudiándose durante estos diez meses. Es posible que se simplifiquen mecanismos, que se eliminen estructuras duplicadas, que se racionalice el enrevesado sistema donde muchos se ocupan de lo mismo y nadie resuelve demasiado. Pero no lo podemos saber por el momento. Al ciudadano de a pie, no se le han dado más detalles de cómo marcha el asunto.

Esto no es nada diferente de como está establecido por la tradición de estos años: si se cambia un ministro, por ejemplo, aparece una nota oficial, escasamente explicativa, con total desdén sobre el juicio popular respecto a la gestión del funcionario de marras. Y sin preocuparse por la contradicción de que, hasta el día anterior, la opinión del gobierno sobre el trabajo del buen hombre no incluyera ninguna sombra. El colmo podrían ser los casos del Ministerio de Agricultura, sin titular oficial durante largo tiempo hasta el nombramiento reciente de Rosales del Toro, y el caso del organismo de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, en el que nadie se ha tomado la molestia de explicar porqué llevamos años sin cubrir el cargo.

La gestación de muchas otras medidas no es más participativa: prohibir una película, permitir una película; prohibir la venta de un artículo o liberarla; aceptar que algunos emigrados puedan tener relaciones normales con su país y otros –díganse los deportistas– no; en todos estos casos, lo que está establecido en un momento dado, parece estarlo por la sabiduría eterna de los Ancestros y que nunca cambiará, hasta que en el momento menos pensado baja una fulminante y sorprendente contraorden. Recuérdense la situación embarazosa vivida por Alarcón, explicando hace muy poco tiempo en la Universidad de Ciencias Informáticas por qué era malo que los cubanos entráramos a los hoteles. Menos de seis meses después, ya no era malo. ¿Qué cambió? ¿Por idea de quién? ¿Quién votó en contra y quién a favor? ¿Quién había estado antes a favor y quién en contra?

¿Qué tiene de bueno mantener a las personas, al margen del proceso de decisiones? Y resulta que, en este país, cuando ha habido voluntad política, sí se ha convocado a la población a participar. El mejor ejemplo que me viene a la mente son las discusiones sobre las modificaciones constitucionales de 1992. Quizás haya otros ejemplos tan buenos o mejores.

El debate nacional tras el discurso de Raúl el 26 de julio despertó expectativas que están por justificarse todavía. El actual proceso sobre la modificación a la Ley del Trabajo y Seguridad Social… no tengo mucha fe en él, pero al menos muestra una preocupación por convencer a las personas de que son partícipes de algo. Hasta ahora, lamentablemente, me parecen casos aislados y a veces cuestionables, en un entorno que se destaca por la inexorabilidad de lo que marca nuestro escenario.

En particular, lo que más me molesta de lo que debe ocurrir a fines de este año, es que no se ha comunicado nada, oficialmente, de cómo va la cosa. Por lo mismo, podría muy bien no ocurrir nada. Podrían, por el contrario, borrarse estructuras como las surgidas con motivo de la llamada Batalla de Ideas: seudo–ministerios con más recursos que los ministerios oficiales, para llevar a cabo planes en las mismas esferas de trabajo que aquellos no han podido concretar, a causa de la falta de esos mismos recursos, de la desorganización, de lo que sea. No sabemos. Nadie ha dado pistas. Es un gran secreto.

La base de la confianza es la comunicación. Para sentirse partícipe de un proceso, hay que tener un conocimiento suficiente de lo que lo compone, integra y energiza. Si este conocimiento se restringe y oculta tras altas barreras, será difícil establecer el sentido de proyecto colectivo. Y como muchas veces ocurre, resulta hasta divertido el contraste de esta situación con la de nuestro dominio de temas provenientes de otras latitudes.

Mi punto de comparación inmediato es el caso del presidente electo de los Estados Unidos, Barack Obama. Muchos han percibido al victorioso candidato como uno de los políticos extranjeros más populares en nuestra arena. Uno de los elementos clave de esta reputación, según yo lo percibo, de Barack Obama entre el público cubano, es la generosidad informativa de la que fue partícipe la prensa nacional. Si el senador afroamericano se reveló como una estrella de los medios de divulgación y la internet, con la correspondiente intensidad se reflejaron en nuestro espacio los ecos de sus campañas, los llamados –sinceros o no– al cambio; una propuesta que no acaba con el racismo pero le asesta un emocionante golpe.

La cobertura del surgimiento y reñido ascenso del candidato –elección tras elección, estado tras estado–, han sido seguidas por los detalles sobre las direcciones del futuro gobierno y la composición de su equipo. Esta primera parte no carece de cierta vaguedad, entre afirmaciones de preocupación sobre la economía y la recuperación de la hegemonía estadounidense. En cambio la primera abunda en minuciosidades: la secretaría de Estado para recompensar el acercamiento del ex–rival clan Clinton; el secretario del Tesoro de Bill Richardson, con que se complace a los votantes latinos; la jefatura del Pentágono continúa en manos de su actual protagónico, el republicano Robert Gates, con el propósito, no fácilmente denostable, de promover la “unidad nacional” en pro de la seguridad. Todas estas informaciones pueden encontrarse en el Granma y sus versiones.

Yo quiero saber de mi país más de lo que sé de los ajenos. Me niego a cree que una mayor transparencia en la dirección de los asuntos nacionales implique obligatoriamente una debilidad o riesgo para la seguridad nacional. Claro que no me refiero a saber la composición y el estado combativo de las unidades militares de nuestras Fuerzas Armadas. Pero me gustaría saber si los rumores que corren periódicamente de flexibilización de la legislación sobre los viajes tienen algún fundamento. Quiero saber si hay algún plan definitivo para el central azucarero que construyeron e inauguraron, cerraron, re-abrieron, re–cerraron, re–reabrieron (e imagínese cuánto más lo querrán saber los que trabajan en ese central). Quiero saber si un día puedo tener el derecho de comprarle la moto a mi vecino Juan Pérez. Claro que no voy a tener el dinero a corto plazo. Pero tampoco tengo el dinero para ir a un hotel o comprar una computadora, e igual me alegró que ahora me permitan soñar con ello.

Más allá de medidas puntuales, el ciudadano de la República tiene el derecho, tiene el deber, de participar en los asuntos de interés nacional, por lo tanto tiene la necesidad de saber, de estar al tanto. Si no, no es ciudadano, y de qué participación, de qué proyecto común, de qué sentido de pertenencia se puede hablar. Son cuestiones tan obvias, que deberían resultar penosas como tareas pendientes. Que venga la sesión de la Asamblea Nacional.

A ver qué pasa.

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