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3 de diciembre de 2012

El romance con el capitalismo no nos sacará de la pobreza

Etiquetas: autogestión, autoritarismo, burguesía, burocracia, capitalismo, cooperativismo, Cuba, democracia socialista, economía privada, explotación de trabajo asalariado, Juventud Rebelde, Luis Sexto, marxismo, organizaciones de masas, planificación, privatización, socialismo
El profesor Luis Sexto, en su popular columna del diario Juventud Rebelde, reconviene a ciertos sujetos –sin llamarlos por su nombre – por tomarse libertades muy parecidas a las que este servidor se ha tomado, dígase, divulgar por alguna que otra irregular vía mis opiniones críticas respecto a ciertas medidas aplicadas últimamente por el gobierno cubano. En particular, yo recientemente la tomé contra la decisión –y Sexto la ha defendido– de entregar a inversores extranjeros la administración de centrales azucareros de nuestro país.
 
En primer lugar, quiero dejar establecida mi consideración por la persona y obra del discrepante, cuyo prestigio, amplio y bien merecido, tiene poca necesidad de que yo abunde más en currículos u honores. Su desacuerdo con los argumentos que despliego en estos ruedos –sea yo, o no, la persona cuyas ideas le causan malestar– me conduce a meditar con seriedad. La discrepancia de un sabio – tómese el cumplido con sinceridad, tal como es extendido–, enseña más que la acquiescencia fácil. Aún así, he de persistir en estas ideas, que considero aún no rebatidas, tal vez con mayor grado de detalle y profundización.
 
En primer lugar, permítaseme reivindicar la dosis cierta de indiscreción que incluye la manera de socialización que aplico. Los problemas que discuto con mis amigos, estamos convencidos, son los mismos que afligen a millones de compatriotas en nuestro verde caimán y tienen un reflejo, en las páginas de nuestra prensa, inversamente proporcional a su extensión y gravedad. No tengo que recordarle a Luis Sexto las deficiencias de nuestros diarios, que él ha sufrido mucho más que yo. Si los medios de divulgación regulares no dan cabida a los sentires, debates, críticas y proposiciones de muchas personas, todo ello se desborda inevitablemente hacia los resquicios de la Internet, la blogosfera, el correo electrónico y hasta el grafiti callejero, en dependencia de las oportunidades y aptitudes de las personas. Y cuando algún lector discrepa o pide no ser molestado, se ofrecen las correspondientes respuestas o disculpas y se toman las medidas para no volver a perturbar su espíritu.
 
Ahora, en el tema particular de los convenios con socios extranjeros, es posible que yo deba esclarecer un  poco más mi parecer. Estaría de acuerdo, como es natural, con quien me señale que el estado de la planta agroindustrial cubana se caracteriza pr la descapitalización; que se encuentra arruinado por décadas de malas administraciones, insuficientes y deficientes mantenimientos y, cómo ignorarlo o negarlo, padece también de zancadillas colocadas por el malhadado bloqueo estadounidense. Estaría de acuerdo, en principio, con quien adelante la posibilidad de aprovechar oportunidades, socios y mercados extranjeros con los que pueda establecerse una relación de mutua conveniencia.
 
¿Dónde  está entonces el desacuerdo con Sexto? En quién desempeña el papel del socio cubano. Por  cinco décadas, la dirección de toda la actividad económica ha estado en manos de funcionarios, de burócratas, en una palabra, del Estado. Los trabajadores, como es harto reconocido, nunca desarrollaron el sentido de propiedad de unas empresas para las que laboraban a cambio, básicamente, de un salario. Que aquel mismo Estado ofreciera privilegios ciertos en otros campos como salud y educación no impedía que, en el puesto laboral, la relación establecida fuera la de patrón autoritario versus trabajador enajenado, en la aplastante mayoría de los casos. Quien pretenda defender otra versión, se da de bruces contra las realidades de productividad paupérrima, la sustracción de todo tipo de productos, mercancías y materias primas, la doble moral y la simulación desarrolladas ante cada instrumento de inspección y control aplicados por los "niveles centrales" y la refractariedad cada vez mayor a los llamados de conciencia. La dirección de las empresas, la figura rectora, el "CEO" cubano, no es y no ha sido nunca el cuerpo de trabajadores plantilla de la fábrica, el central, el taller, sino un órgano enajenado de estos, envuelto en brumosas lejanías, poco inclinado a escuchar críticas y más bien dedicado a disciplinar de arriba hacia abajo.
 
Yo no voy a entrar a analizar ahora si es ese cuerpo de dirección el principal culpable de los males de la empresa cubana llamada socialista, o si los males vienen de más arriba, de las estructuras supremas de dirección. Lo que quiero destacar es que, nunca, en ninguna circunstancia, estuvo la dirección y administración en manos de la clase obrera libre y autonómicamente organizada. Siempre se le consideró como "inmadura", "no lista", necesitada de liderazgo y conducción por quienes sabían más. Quienes deseaban revolucionar las cosas eran siempre puestos en su lugar. De esa forma, la única producción eficiente en Cuba terminó siendo la de los pequeños agricultores, dueños particulares, tal vez, de la cuarta parte de las tierras y productores de las tres cuartas partes de la comida.
 
No sé si alguien ha hecho el recuento de la cantidad de experimentos fallidos en la economía cubana. Ya fueran los métodos importados del CAME; la apelación al estímulo moral; la introducción de doble moneda; jabitas de aseo con cuatro jabones, una maquinita de afeitar y un champú que duplicaban el salario efectivo, o la madre de los tomates, el resultado final es siempre el mismo, el irreversible detrimento de la actividad económica y el nivel de desarrollo social. Cada equipo importado, de Oriente u Occidente, del Norte o del Sur, ha terminado subutilizado, deteriorado, oxidado y hasta abandonado por las más disímiles causas... a excepción de los camiones de los transportistas privados, los tractores particulares de los campesinos, los tornos y otras máquinas sencillas de los cuentapropistas actuales o de antes. Siempre había una justificación para mantener, aunque hubiera que maquillarla un  poco, la empresa estatal. Siempre había, y se mantiene, las reservas contra el desempeño de los trabajadores autoorganizados.
 
Yo aceptaría, como posible buena idea, el convenio con el socio extranjero, brasileño, canadiense, ruso o malayo, cuando su contraparte cubana sea un colectivo de personas trabajadoras que administran autonómicamente su centro de trabajo, ya sea central azucarero, mina de níquel, hotel o planta de masa para churros. Un colectivo así, con las potestades necesarias, reconocidas y protegidas por la legislación, con derechos y deberes sobre recursos naturales, maquinarias, actividad comercial y social, etcétera, puede efectuar convenios de este tipo con mucha mayor probabilidad de provecho para sí y para el país, que los mismos funcionarios que cometieron desfalcos masivos en los convenios con empresas de minería, de cruceros, aerolíneas y otras que han sido objeto de fuertes operaciones penales por la Contraloría de la República. Tampoco nos han explicado, en ningún sitio, cómo se ha manejado la cuestión de la opinión de los trabajadores del centro involucrado, cómo se proyectan los cuerpos sindicales al respecto, qué tipo de relaciones tendrán ahora con la nueva administración… La variante que yo defiendo, a mi modesto entender, tiene muchas más posibilidades de trascender la pobreza que hoy padecemos; de conseguir que cada persona esforzada alcance –en esta vida, no en el futuro de las promesas– un estado de bienestar moderado donde se potencien los ideales humanistas de solidaridad, fraternidad, y libre y pleno desenvolvimiento espiritual.
 
Si la burocracia actualmente enquistada se rehúsa a ceder el control y busca –cediendo potestades a administraciones extranjeras– salvar una parte del pastel que no quieren compartir, lo condenaré, lo criticaré, lo compararé con todos los antecedentes que me permitan desnudar la falta de patriotismo que exhiben quienes confían más en el inversionista extranjero que en la ingeniosidad y responsabilidad del compatriota que sí está dispuesto a sudar, pero no por un ideal y un discurso abstracto que lleva cincuenta años, básicamente, exigiendo sacrificios. Tampoco es muy difícil descubrir los trapos sucios del subimperialismo regional brasileño, responsable de bastantes atropellos, denunciados y reconocidos entre sus vecinos menos afortunados del área geográfica, así como de uno de los niveles de desigualdad más marcados en América Latina y el mundo, por más que los recientes gobiernos de Lula y la Roussef hayan aliviado un poco las situaciones más extremas. Nadie debe dejar de tener en cuenta que los monopolios y corporaciones trasnacionales son –como consta en el Manifiesto Comunista, El Capital y unos cuantos más– de raíz capitalista, antes que norteamericana, o alemana, o inglesa, o brasileña. No nos durmamos con el cuento de que hay capitalistas buenos y capitalistas malos, so pena de despertarnos con la desagradable sorpresa de que, para todos ellos, Vale Todo.
 
Le agradezco al maestro Luis Sexto, una vez más, que haya abordado esta cuestión –haya partido de mí o no el impulso que lo movió– pues me condujo, de esta forma, a trabajar y meditar más profundamente sobre este tema.

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